Cuando Pere Casaldàliga llegó a São Félix do Araguaia (Mato Grosso, Brasil) en 1968 lo hizo con la sensación de que había logrado al fin realizar su sueño: ser misionero. Pero su vida de sacerdote claretiano en el ambiente cerrado de la España franquista no le había preparado para lo que halló en el Mato Grosso, y para el cambio definitivo que aquel paisaje y sus habitantes operarían en él.
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