No soy miedosa y no era miedo lo que me daba aquel enorme piso, de más de cien años, que añoraba sus grandezas muy cerquita de la plaza de Oriente. Me daba respeto, aburrimiento y rabia; rabia porque me sentía engañada. En mis últimos insomnios había observado que a partir de las tres de la madrugada se despertaban los crujidos, los roces y los chasquidos. De pronto, un relámpago sordo iluminó por...